Las Jacarandas

Ahora que entró la primavera, me sorprendió desprevenido la Jacaranda.
Enormes árboles morados, antes escondidos, ahora los encuentro por todos lados.
Muchos años han pasado ya desde la última vez que pensé en ellos.


Si el aroma es el mejor disparador de memorias y asociación de recuerdos,
en lo particular yo puedo casi asegurar lo mismo de la Jacaranda.
Inesperadamente me remonta inmediatamente a un tiempo y un lugar ya empolvado y poco transitado.


Como olvidarla, si por tratar de alcanzar la Jacaranda casi me atropella un Triángulo.
Si no es porque Moby Dick lanzó su canto favorito y creo que amplificado por el Eco,
Éste se detuvo, que si no, solo quedaría de mí, um.  Nada.


También, por treparla y robarle sus castañuelas, su mas preciado tesoro, casi me rompo la espalda.
Si no es porque tiernamente confió en mí y haciendo gracia de su joven flexibilidad, me puso de cabeza a raz del suelo y sin pensarlo, lo solté y creo que caí con la gracia olímpica de un Comaneci.  El público presente se quedó mudo y Miss Judy solo me miró incrédula y solo alcanzó a suspirar que deje de trepar la Jacaranda, así aprendí su nombre.  La vi por la ventana muchos años más, hasta que su jardín la cubrieron de cemento y una enorme biblioteca.  En esos días de laboratorio de ciencias, abrimos un conejo y como Aztecas, sacamos su corazón aún latiendo y aún no entiendo porque Karla le dijo a su mejor amiga güeya.


Con el corazón invoco a mi amigo Sergio, para efectos prácticos, el fue el primer gadgetero que conocí.  Él tenía un corazón grande, y me dijo que nunca le dejaba de crecer y un día ya no le cupo.  Ese día de la castañuela él se emocionó de ver lo que hice por obtener la gran hojuela.  Yo pensé que era de madera, per él, sin aliento y labios pálidos, emocionado, me explicó el tesoro que tenía dentro.


Para abrirlo fue necesario una buena serie de partidos de futbolito en la resbaladilla.
Ese juego que a diario nos aventábamos en el primer recreo y que se le había ocurrido a Uri.
No sé como fue que llegó a perder la cabeza, ni yo porque tuve que enterarme, pero hasta ahora vine a acordarme.


Yo ya tenía una colección de plantas, prácticamente todas a base de esquejes.  Pero éste era diferente.
Un día empezaron a salir volando esas semillas que parecían moscas.  Por fin esa hojuela de madera se abrió con un saque As, cortesía de la corteza amoratada del árbol caído que estaba al lado de nuestra resbaladilla.


Yo sembré las moscas que parecían muertas.  Tenía ya olvidado ese don de que todo lo que sembraba se me daba, pero siempre era una copia de la madre.  Tuve que sembrarlas a escondidas, porque no podía ser en mi casa.  No me despedí de ellas nunca, como siempre, los adultos deciden las cosas y uno ni enterado solo tiene que seguir la corriente, sin pensarlo un instante.


Ahora sueño que sean árboles grandes y que les den sombra a esos jóvenes estudiantes.  Yo que creía que eran señores, ahora me doy cuenta de que aún son casi niños con cuerpos largos y torpes.


Sin esfuerzo, los veo en mi mente:  Grandes, frondosos y morados.  Si, mis amigos muy pronto se fueron, pero ahora que las Jacarandas florecen, sus memorias en ellas reverdecen.


César Gámez
Abril 27, 2014

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